¿Por qué la guerra es malentendida?

Publicado por Equipo GV 6 Min de lectura

Por Jaime Sierra B.

“Una guerra puede iniciarse desde una confrontación franca, o desde una incipiente rebelión. Pero siempre estará causada por una ofensiva previa”.

A lo largo de la historia, la guerra ha sido vista casi siempre como un mal absoluto. Los discursos modernos insisten en que la paz es el único camino posible, y se olvida un hecho esencial: toda guerra es, en esencia, una reacción a una agresión real o percibida. No siempre es la guerra la que destruye pueblos; con frecuencia, es la ausencia de guerra la que abre la puerta al sometimiento, la expoliación de recursos y la esclavitud. Si un pueblo no se defiende, la alternativa rara vez es la paz; la alternativa, históricamente, ha sido la opresión.

El continente africano es un caso paradigmático. Durante el siglo XIX, las potencias europeas iniciaron el llamado “Reparto de África”, formalizado en la Conferencia de Berlín de 1884-1885. Francia, Bélgica, Alemania, Portugal y Gran Bretaña se repartieron un continente entero sin tener en cuenta etnias, culturas ni historias locales. Allí donde no hubo resistencia organizada, las consecuencias fueron devastadoras.

Uno de los ejemplos más atroces fue el Congo Belga. En 1885, el rey Leopoldo II de Bélgica se apropió de esta vasta región como si fuera su propiedad privada. Al no haber una guerra que lo impidiera, instauró un régimen de terror para explotar el caucho y el marfil. Entre 1885 y 1908, se estima que murieron entre 5 y 10 millones de congoleños debido a mutilaciones, trabajos forzados y masacres. Esto no fue guerra: fue genocidio bajo un silencio impuesto.

La invasión francesa de Argelia, iniciada en 1830, es otro ejemplo revelador. La falta de una resistencia unificada permitió que Francia desarrollara una colonización brutal que duró más de un siglo. No hubo guerra, y millones de hectáreas de las mejores tierras fueron confiscadas, las estructuras culturales fueron desmanteladas y la población local quedó marginada económica y socialmente, así como asesinada vil e impunemente.

Algo similar ocurrió en territorios controlados por Gran Bretaña (India, Rhodesia, Sudán), Alemania (África del Sudoeste, actual Namibia) y Portugal (Angola y Mozambique). El oro, los diamantes, el cobre y los productos agrícolas se extrajeron en cantidades inmensas. La riqueza fluyó hacia Europa, mientras las poblaciones locales sufrían condiciones de trabajo forzoso o de esclavitud. Y todo esto ocurrió, en gran medida, sin que mediara una guerra de resistencia inicial.

En contraste, los pueblos que sí eligieron la guerra para defender su soberanía lograron resultados distintos. La Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-1783) es un ejemplo claro: las trece colonias se rebelaron contra el dominio británico, que imponía impuestos y restricciones comerciales abusivas. Sin esa guerra, probablemente seguirían siendo colonias subordinadas.

Lo mismo ocurrió con Chile, cuya independencia, lograda entre 1810 y 1818, solo fue posible gracias a la guerra. España no abandonó el control por voluntad propia; fueron las armas las que abrieron el camino hacia la autonomía. La historia es consistente: cuando no se lucha, se pierde la libertad.

Sin embargo, no siempre es sencillo trazar una línea moral. La Guerra de la Araucanía (1861-1883), en el sur de Chile, muestra otra faceta: el Estado chileno buscó incorporar el territorio mapuche, usando la fuerza para asegurar sus intereses. Desde la lógica de este ensayo, los mapuches hicieron lo correcto al resistir. Si no hubieran peleado, la expoliación cultural, territorial y económica habría sido aún mayor. Su resistencia, aunque derrotada, les permitió conservar parte de su territorio y su identidad, y forjar un legado que aún perdura.

El presente también ofrece ejemplos vivos de esta dinámica. La guerra en Ucrania, que se intensificó en 2022, suele ser presentada como una agresión unilateral. Sin embargo, desde la perspectiva rusa, se trató de una reacción preventiva ante la creciente influencia de Occidente en su frontera inmediata. La posible incorporación de Ucrania a alianzas militares anti rusas, y el eventual despliegue de misiles estratégicos cerca de su territorio representaban, para Rusia, una amenaza existencial. En ese contexto, la guerra fue vista no como una elección, sino como la única manera de impedir un escenario aún más desfavorable.

Desde conflictos tribales hasta modernas conflagraciones entre potencias, los ejemplos abundan, tanto en la historia de la humanidad como en la actualidad.

Sí. Las guerras son terribles. Destruyen vidas, culturas y economías. Pero ignorar su papel histórico es un error. Cuando un pueblo renuncia a defenderse, lo que sigue no es la paz, sino la sumisión. Las invasiones silenciosas han traído esclavitud, genocidios y saqueos masivos. Las guerras de independencia, en cambio, muestran que luchar puede ser la única vía para preservar la vida, la dignidad y la soberanía.

Las guerras son malentendidas porque se analizan solo por sus horrores inmediatos, pero pocas veces se considera el costo de no pelear. Si los pueblos africanos hubieran resistido, si las colonias americanas no se hubieran rebelado, si los mapuches no hubieran alzado sus lanzas, el mapa cultural y político del mundo sería muy distinto. En la mayoría de los casos, la guerra no solo es comprensible: Es absolutamente justificable.

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