Andrea Cortes Directora Carrera de Nutrición y Dietética Universidad de Las Américas
La alimentación es una manifestación profunda de la identidad de los pueblos. En ella convergen saberes ancestrales, vínculos con el entorno y conocimientos sobre la diversidad biológica que se han transmitido por generaciones. Sin embargo, los modelos actuales de producción y consumo tienden a ignorar esa riqueza cultural, imponiendo patrones que muchas veces desconectan a las personas de su entorno y raíces.
Recientemente se celebró el We Tripantu, solsticio de invierno que marca un nuevo ciclo para los pueblos originarios. Esta fecha es una invitación a reconocer las tradiciones indígenas, entre ellas sus prácticas culinarias, que lejos de ser una reliquia del pasado, ofrecen respuestas vigentes frente a desafíos como el aumento de enfermedades crónicas y la pérdida de autonomía alimentaria.
En este contexto, instrumentos como la Política Nacional de Alimentación y Nutrición, la Estrategia de Soberanía para la Seguridad Alimentaria y las Guías Alimentarias Basadas en Alimentos (2023) promueven la recuperación de los patrimonios gastronómicos locales. Estas reconocen que el debilitamiento de los sistemas alimentarios tradicionales ha derivado en una menor ingesta de productos frescos y culturalmente adecuados, y en una mayor dependencia de comestibles industrializados, con sus conocidas consecuencias para la salud.
Estudios realizados en diversos países han demostrado que los sistemas basados en cultivos autóctonos y técnicas culinarias propias no solo mejoran la calidad de la dieta, sino que también fortalecen el tejido social y el vínculo con la tierra. Casos en México, Colombia y Canadá muestran que seguir patrones alimentarios tradicionales, se asocia con mejores indicadores metabólicos y una menor prevalencia de enfermedades vinculadas al estilo de vida moderno.
Por ello, revalorizar estos conocimientos no solo significa proteger un legado, sino también incorporar herramientas efectivas para promover el bienestar. En un país tan diverso como Chile, impulsar formas de alimentación basadas en culturas locales representa un acto de equidad y respeto por la pluralidad.
Volver a las preparaciones propias de cada territorio implica rescatar el rol de la cocina como expresión de identidad colectiva. El avance de modelos industriales ha relegado lo hecho en casa, promoviendo productos con bajo valor nutritivo. Retomar ingredientes autóctonos y técnicas tradicionales es una oportunidad para fomentar hábitos más equilibrados y sostenibles. En lugar de centrar el discurso en la crítica a los ultraprocesados, se propone poner en valor los conocimientos heredados y fortalecer el derecho a una alimentación que respete los contextos culturales.
En este nuevo ciclo que se inicia, reconocer y resguardar este acervo no es un gesto simbólico, sino una apuesta concreta por un futuro más sano, justo y coherente con nuestra historia.