Por Equipo GV
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La corrupción en Chile ya no es una sombra lejana que se asociaba exclusivamente con países donde las instituciones eran más frágiles. Hoy, es una mancha que avanza sobre nuestra democracia, desgasta la confianza ciudadana y desacredita los pilares del Estado. El reciente escándalo que envuelve a la Fundación ProCultura es un nuevo capítulo en una historia que, lamentablemente, comienza a ser recurrente.
El caso ProCultura —una organización que recibió cuantiosos fondos públicos destinados a programas culturales y de desarrollo comunitario— ha revelado una trama preocupante: traspasos de dineros desde organismos estatales, especialmente desde gobiernos regionales, hacia fundaciones privadas sin licitación, con vínculos políticos, sin la debida fiscalización ni garantías de transparencia. En otras palabras, un desvío sistemático de recursos públicos bajo el disfraz de buenas intenciones.
Este no es un hecho aislado. Se suma a la seguidilla de casos como Democracia Viva, Urbanismo Social y otros que, en conjunto, configuran lo que algunos ya llaman una verdadera “industria de las fundaciones”. Y mientras el país mira atónito, muchos se preguntan: ¿Dónde está el límite entre la colaboración público-privada legítima y la corrupción estructural?
Lo más grave no es solo el mal uso de fondos públicos, sino el profundo daño institucional. Cada nuevo escándalo aleja a la ciudadanía de la política, profundiza el escepticismo y favorece discursos extremistas que prometen barrer con todo. El populismo se nutre del vacío que deja la corrupción.
Pero también es necesario asumir responsabilidades políticas y administrativas. ¿Cómo es posible que no existan mecanismos más robustos de fiscalización en los gobiernos regionales? ¿Qué tipo de supervisión realiza el Ministerio de Desarrollo Social sobre estos convenios? ¿Quién responde cuando los recursos no llegan a su destino?
En este contexto, la tarea del periodismo es clave. No solo para investigar y denunciar, sino también para ofrecer contexto, exigir consecuencias y recordar que la corrupción no se combate solo con titulares, sino con reformas estructurales. Es hora de revisar las normativas sobre transferencias directas, exigir licitaciones transparentes y establecer controles reales que impidan que las fundaciones sean utilizadas como vehículos de financiamiento político.
Chile merece instituciones limpias, ciudadanía informada y justicia efectiva. Casos como el de ProCultura deben marcar un antes y un después. De lo contrario, seguiremos normalizando lo inaceptable.